Los músculos aún palpitan bajo la piel de la ciclista Soltec Team mientras se sienta en una silla de lona, a la sombra de la carpa de la organización de Volta Portugal. El zumbido de las bicicletas a su alrededor parece lejano, como si todo el mundo se hubiera silenciado. Solo queda el eco de su respiración, profunda pero irregular, reflejo de una mezcla de agotamiento y ansiedad.
La contrarreloj ha terminado para ella, pero la verdadera carrera está a punto de comenzar. Su tiempo es el mejor hasta el momento. Los técnicos del equipo susurran con emoción contenida, mirándose unos a otros como si ya celebraran una victoria que aún no está asegurada.
Pero para Aranza, cada segundo que pasa es una eternidad. Mira el reloj, luego al cielo, y finalmente a la recta final, esperando ver aparecer al siguiente corredor, el único que podría arrebatarle la gloria. Sabe que está cerca, que el margen es tan fino como el filo de una navaja. No puede evitar pensar en cada curva que tomó, en cada pedalada que pudo haber dado con más fuerza, en los milisegundos que quizás desperdició al tomar una curva demasiado abierta.
El locutor nombra al último ciclista que ha salido. «Viene fuerte», dicen algunos, pero nadie sabe con certeza si lo suficiente para superarlo. El sudor se acumula en sus manos, y las aprieta contra sus rodillas. Su corazón late con fuerza, pero esta vez no es por el esfuerzo físico, sino por la tensión de la incertidumbre.
El tiempo sigue corriendo, el reloj implacable, mientras la ciclista lucha contra sí misma. Sabe que no puede hacer nada más, que lo ha dado todo, pero la mente sigue creando escenarios, imaginando lo peor y lo mejor en un carrusel de emociones.
De repente, el locutor alza la voz. El ciclista aparece en la última curva. No hay tiempo para respirar. Lo que estaba en juego durante los últimos kilómetros ahora se resume en unos pocos segundos.
Mira la pantalla. El tiempo se congela. Y en ese instante, lo que parecía imposible se vuelve realidad.